Es que era la noche del diluvio. La tormenta, la lluvia… es lo que hace idénticas a todas las ciudades del mundo. Llueve, llovía como tantas veces, pero ésta, ésta sí era la noche del diluvio.
Genoveva supo entonces lo que ocurría. Mario también lo sabía y por eso lloraban.
Desnudos, adormilados por el humo de las velas, por el hedor a café cargado, se abrazaron mutilados de esperanzas. Desnudos otra vez, como lo estuvieran hace quince años, amándose locamente sin amarse, sin confesarse, sin mentirse.
Y es que era el fin del mundo; era, sin duda, la noche del diluvio.
Mario cerró por eso las ventanas de su casa. Para que no se metiera el fin del mundo, para evitar el desastre. Genoveva no prestaba atención al aguacero. Al fin y al cabo estaba oscuro y no veía mucho a la luz de las velas, derretidas y renegridas. Qué iba a saber ella del Apocalipsis, si ni siquiera había aprendido a leer. Quizá sabía leer la piel de Mario, pero ya ni de eso se acordaba. Hacía años que habían dejado de hablarse siquiera. Solamente compartían la casa, los frijoles de la olla, la miseria y la ciudad…esa ciudad ignorante y desabrida que no amaban.
La miraba de reojo, en su ir y venir por la cocina, rumiando una canción, un bolero empolvado por las modas. El ruido del agua sobre las tejas era demasiado fuerte y el paseo eterno de Genoveva lo volvían loco. El café estaba hirviendo. Genoveva lo llamó callada, mirándolo indiferente.
Había olvidado que era hermosa; ahora la miraba bien; aún con sus trapos raídos, su trenza insípida y sus primeras arrugas, él reconocía a la mujer de su vida. Descalzo, como siempre, se meció hasta ella sin dejar de observarla. Genoveva salió un momento a la calle. Cuando entró de nuevo, el vestido se le untaba al cuerpo sin escrúpulos. “Afuera cae un chubasco”. Y se limpió las gotas flotando en su rostro envejecido por el hambre. Mario no dijo nada; calló lo que sabía para no angustiarla.
Le gustaba su cuerpo, sus curvas adelgazadas y su frágil talle. Le gustaba su andar y esa melodía pasada de moda que Genoveva canturreaba a menudo. A pesar de haber cerrado las ventanas, comenzaron a lloverle los recuerdos, los sentimientos, las pasiones…
Se abalanzó sobre ella y bailaron silenciosos al ritmo del rumiar inconcluso de Genoveva. Tal vez fue ella quien se desabrochó el vestido, o fue él, recordando a ciegas su necesidad de poseerla. Ahí, sobre el cemento perfumado de humedad, profanaban su mutua indiferencia con caricias y besos.
La miraba de reojo, en su ir y venir por la cocina, rumiando una canción, un bolero empolvado por las modas. El ruido del agua sobre las tejas era demasiado fuerte y el paseo eterno de Genoveva lo volvían loco. El café estaba hirviendo. Genoveva lo llamó callada, mirándolo indiferente.
Había olvidado que era hermosa; ahora la miraba bien; aún con sus trapos raídos, su trenza insípida y sus primeras arrugas, él reconocía a la mujer de su vida. Descalzo, como siempre, se meció hasta ella sin dejar de observarla. Genoveva salió un momento a la calle. Cuando entró de nuevo, el vestido se le untaba al cuerpo sin escrúpulos. “Afuera cae un chubasco”. Y se limpió las gotas flotando en su rostro envejecido por el hambre. Mario no dijo nada; calló lo que sabía para no angustiarla.
Le gustaba su cuerpo, sus curvas adelgazadas y su frágil talle. Le gustaba su andar y esa melodía pasada de moda que Genoveva canturreaba a menudo. A pesar de haber cerrado las ventanas, comenzaron a lloverle los recuerdos, los sentimientos, las pasiones…
Se abalanzó sobre ella y bailaron silenciosos al ritmo del rumiar inconcluso de Genoveva. Tal vez fue ella quien se desabrochó el vestido, o fue él, recordando a ciegas su necesidad de poseerla. Ahí, sobre el cemento perfumado de humedad, profanaban su mutua indiferencia con caricias y besos.
Genoveva supo entonces lo que ocurría. Mario también lo sabía y por eso lloraban.
Desnudos, adormilados por el humo de las velas, por el hedor a café cargado, se abrazaron mutilados de esperanzas. Desnudos otra vez, como lo estuvieran hace quince años, amándose locamente sin amarse, sin confesarse, sin mentirse.
Y es que era el fin del mundo; era, sin duda, la noche del diluvio.
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