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El duende y la lechuza

Para Rafael Santiago

Érase una vez un pequeño duende que vivía en un bosque de los que todavía tienen muchos árboles. El duende era pequeñito, como del tamaño de un dedo pulgar; con las orejas redondas y la nariz puntiaguda. Gustaba de llevar un saco de terciopelo azul que ya estaba tan usado que estaba también repleto de parches que él mismo zurcía.

El duendecillo se despertaba cada mañana con el primer rayo de sol y sacudía sus cabellos alborotados para ponerse después uno de esos gorritos con punta de bolita. Se ajustaba el pantalón y se lavaba la carita para ponerse a trabajar.

A diferencia de otros duendes, Lamouse – así se llamaba nuestro amigo duende – tenía la costumbre de nunca echar mentiras. La mayoría de los duendes contaban mentiras casi siempre con la intención de obtener algo sin mucho esfuerzo de inocentes que encontraban en su camino. Pero Lamouse no creía en las mentiras. Cuando quería algo, trataba siempre de hacerlo con honestidad.

Aquella mañana de la que se trata el cuento, Lamouse salió de sus casa a buscar calabazas para hacer una tarta para la fiesta de su primo. No había nubes en el cielo ni tampoco señales de que fuera a llover pronto. Caminó saludando a los pájaros que iba encontrando, al puercoespín que sacudía sus espaldas adormilado y al ciego topo que había perdido la orientación otra vez. Lamouse conocía a todos los habitantes del bosque y todos lo querían porque ayudaba sin pedir nada a cambio.

Lamouse en su camino se dio cuenta de algo gris y redondo que estaba a los piés de un roble. Cuando se acercó se dio cuenta de que se trataba de un huevo que probablemente se había caido de algún nido cercano. Con mucho esfuerzo y cuidado, Lamouse rodó el huevo de regreso a su casa y lo envolvió en sus pequeñas cobijas y le puso junto al fuego. Pasaron unas cuantas horas cuando tocaron a su puerta. Era la Sra. Lechuza más preocupada que nada buscando a su huevo que alguien le había dicho, Lamouse había encontrado. Grande fue el agradecimiento de la Mamá Lechuza cuando Lamouse le dio de vuelta el huevo calientito, a salvo y protegido con sus cobijas.

- Gracias, Lamouse. - Ojalá algún dia pueda pagarte el favor.

Y así pasaron los años y las mañanas fueron cambiando de colores y las hojas de los árboles se cayeron y volvieron a nacer. Así iba Lamouse, cantando para sí una melodía quedito, cuando escuchó unos gemidos que venían de uno de los arbustos cercanos. Apresurado se acercó a ver qué sucedía. Fue grande su sorpresa cuando encontró a una gran serpiente atrapada entre las ramas de los arbustos. La serpiente gemía pues con cada movimiento que hacía, se le iba atorando más de su largo cuerpo en las ramas secas del arbusto.

- Por favor ayúdame, duendecillo – le suplicó.

- No! - gritó desde un árbol cercano una ardilla – si la ayudas a salir, la serpiente nos va a comer a tí, a mí y a quién sabe cuántos de los seres indefensos del bosque. No te confíes Lamouse. Déjala a su suerte.

Lamouse consideró por un momento y le dijo a la serpiente:

- No soy grande ni fuerte, pero aún así trataré de ayudarte. Pero por favor prométeme que no vas a comerme ni a mí, ni a mis amigos del bosque.

- Sí, lo que quieras – dijo la serpiente adolorida.

Entonces Lamouse subió al arbusto y con una ramita dura empezó a liberar a la serpiente poquito a poquito hasta que esta tuvo la oportunidad de salir por completo.

Ni bien había recuperado su forma original, la serpiente acercó su lengua partida a Lamouse y abrazándolo poco a poco le dijo:

- Si sabes tan bien como eres ingenioso, serás una delicia.

- Pero me prometiste que no comerías a nadie en el bosque.


- Pero olvido mis promesas y además tengo hambre.

A mí no me gustan las mentiras – dijo tristemente Lamouse – pero si lo que te apetece es comerme y así dejar en paz a mis amigos en el bosque, entonces que así sea.

Y la serpiente sin aviso tragó a Lamouse de un bocado. Tan pronto Lamouse estuvo en la boca de la serpiente, corrió a lo largo de su garganta como si estuviera corriendo por un túnel oscuro y pegajoso. Sacó algunas plumas de su gorrito y comenzó a cosquillear las entrañas de la serpiente que al poco rato tuvo que echar para afuera todo lo que tenía en la panza a falta de manos con qué rascarse la comezón.

Lamouse se sacudió el traje de terciopelo azul y le dijo a la serpiente:

- Qué lástima que resultaste ser una mentirosa. Mira que yo ya había pensado interceder por tí ante mis amigos del bosque, pero como no sabes guardar promesas, no puedo hacer nada más por tí.

- Ven aquí, duendecillo! Esta vez sí te voy a tragar bien.

- Yo que tú no me movería mucho – le dijo Lamouse – estás siendo observada.

- Uno más de tus trucos! Aquí no hay nadie.

- Yo no miento – dijo Lamouse indignado. Te lo digo otra vez: No te conviene ser tan mala. Estás siendo obervada.

Pero la serpiente no quiso escuchar y trató de tragarse de nuevo a Lamouse. Entonces de repente, de una de las ramas más altas del árbol surgió la lechuza más grande y blanca que Lamouse hubiera visto jamás y abriendo sus alas enormes y sus garras puntiagüdas, alcanzó a atrapar a la serpiente a tiempo, dejando a Lamouse tan sorprendido como agradecido.

Gracias, Sra. Lechuza, muchas gracias.

- No tienes nada que agradecer, amigo duende. No te acuerdas de mí porque la última vez que me vista era yo tan solo un huevo, pero mi mamá siempre me contó de tí y ahora me da mucho gusto haberte podido ayudar también.


Y habiéndose comido a la serpiente mentirosa, Lamouse y la Lechuza se hicieron amigos para toda la vida.

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