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Del demonio y Yolanda

Yolanda. El nombre lo tiene de artista o de bailarina de cabaret. Depende de quien lo pronuncie. El demonio la conoció cuando aún era estudiante de Literatura Rumana en la Universidad de Bucarest. El pelo largo y del tono que solo el chocolate amargo tiene. Las manos delgadas y llenas de pequitas casi imperceptibles. El demonio se llenó de sus ojos tristes y aún así vivos y enmarcados por las pestañas oscuras que parecían alas de mariposas nocturnas. El demonio supo en pocos segundos que nunca olvidaría a Yolanda: su boca delgada y sus pechos firmes.

Yolanda tomó su café sin azúcar. Le sonrió al demonio más por aburrimiento que por interés. El demonio no dejó pasar la oportunidad de invitarla a sentarse con él. Tenía la cabeza ya llena de imágenes de su cuerpo desnudo; de su vida privada. De la ducha de la mañana.


Yolanda le dijo ser modelo. No estudiante. Modelo. Estaba en la Universidad mientras se arreglaba el contrato que un tal Johnny Cliché le había asegurado para ir a Milan. Yolanda tan emocionada y convencida de tenerlo todo para la pasarela en Milán. Y el demonio embelesado con la inocencia pura de una Yolanda solapada.


El demonio acompañó a Yolanda a su casa ya enredado entre su pelo achocolatado. No gustaba de las despedidas y pretendía quedarse ahí a largo plazo


Johnny Cliché era un pendejo. El demonio lo reconoció desde que lo empezó a oler en los vestidos de Yolanda. Todo su perfume barato y el celular comprado para mantenerla cerca. Ajá. Sexo, palabrillas de amor, flores... las promesas de muchas luces, aplausos y alejarse de la pobreza. Johnny Cliché era un pendejo. Y tenía ya el contrato para Yolanda casi listo. La agencia era segura. Ajá. El demonio se preguntaba cómo habían cambiado los tiempos cuando antes él corrompía la pureza con maldad sutil y ahora los más pendejos corrompían con ignorancia y dinero. Qué barata se había hecho la pureza. 


Yolanda emprendió el viaje a Milán y tomó las pastillas que le dieron contra los mareos del camino. En silencio, el demonio lloró ante tanto naive. Enredado en su pelo, borracho de angustia y de celos y percatado de que no podía despertarla más de su sueño. Johnny Cliché sería uno de tantos en no recibir más cartas, ni el prometido dinero. La madre y las hermanas olvidarían a Yolanda por vergüenza a dar explicaciones o inventarían haberla visto con sus propios ojos en uno de esos programas donde salen las modelos. El demonio lo había previsto todo. Lástima que no era su alma, ni su mujer. El demonio era un compañero de viaje; un parásito de nostalgia y tristeza.


Todavía dos años después, cuando Yolanda bailaba en los tugurios clandestinos y tenía ya los pechos caídos de hambre y Meth y su perfume no era más que un aire de sexo mal pagado y violento, el demonio envenenado y enredado ya en las marañas que se habían convertido su pelo, pensaba en la tarde en que había conocido a Yolanda en el café de Bucarest. 


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