Es triste ser invisible. Existir sin estar y estar sin ser visto. La vida nos lleva siempre de la mano a los rincones más oscuros y a veces, a los más iluminados. ¿De qué depende ser invisibles o llenar un espacio con mera presencia?
El demonio aprecia el silencio, mas no la indiferencia. El demonio conoce todo el tiempo que es tanto; tanto que no puede contarse en años. Lo ha sido todo. Lo ha aprendido todo. Y definitivamente es la vanidad. La vanidad es la mejor de las delicias. Saberse visto. Saberse deseado. No es la pasión lo que alimenta al ego. Es la vanidad; la consciencia de que se tiene el poder de manipular, hipnotizar, seducir hasta el último control de quien es sometido a la belleza sublime.

El demonio lo ha alcanzado. Algunas de sus existencias han desatado guerras; consumido almas y enterrado religiones. Todo por la hermosura de un cuerpo que a fin de cuentas se fue al carajo cuando llegó el momento de envejecer.
El demonio se sabe invisible. La belleza no se encuentra en cualquier parte; no la que es vista por cualquiera. La realmente poderosa. Ahora se viste de mediocridad. De una cara cualquiera; de un cuerpo indefinido. Es un ser que pasa desapercibido; del que no se cuentan anécdotas en las oficinas. Es el sabor de la invisibilidad cuando no se tiene lo que la vanidad crea. El demonio no es nadie. Por ahora.
La puerta se abre y el demonio entra al elevador. Trabaja para entretenerse. En las oficinas municipales reglamentando el uso de parques y jardines. No ha cambiado de trabajo desde que se encontró al cuerpo. Tan fácil poseer a alguien, cuyo único deseo es ser adherido. La mujer no hizo nada para ahuyentarlo. Se dejó tomar y hasta gimió de placer. No es aburrimiento, sino el terror al rechazo. El demonio sabe que siempre se quiere ser una perla y no un grano de arena en el fondo del mar. Nada más sugestivo y anhelado que ser amado por todos y todo. Si lo sabe él, que lo quiso todo y lo perdió todo en el intento.
Ahora ronda la oficina del jefe. Le gusta. Quisiera hacerle el amor en alguno de los baños de la oficina siempre tan arreglados, superficiales e inmaculados; inodoros y resbalosos los pisos, llenos de historias de pasiones furtivas y sin amor. El demonio ha tratado las estrategias más populares. Algunas infalibles antes. Nada. El jefe no la ve. No la siente. No la huele.
El demonio no tiene miedo de ser rechazado, pero sí de ser descubierto.
Regresa al departamento oscuro y se sienta en el sofá sin prender la luz. Qué tristeza provoca ser tan invisible que ni siquiera la oscuridad se llena con su presencia. Y qué tristeza la que siente el demonio, de ser invisible en un mundo donde de por sí ya no existe la humanidad de la cortesía, en la que alguna vez se saludaba hasta al más feo.
El demonio aprecia el silencio, mas no la indiferencia. El demonio conoce todo el tiempo que es tanto; tanto que no puede contarse en años. Lo ha sido todo. Lo ha aprendido todo. Y definitivamente es la vanidad. La vanidad es la mejor de las delicias. Saberse visto. Saberse deseado. No es la pasión lo que alimenta al ego. Es la vanidad; la consciencia de que se tiene el poder de manipular, hipnotizar, seducir hasta el último control de quien es sometido a la belleza sublime.

El demonio lo ha alcanzado. Algunas de sus existencias han desatado guerras; consumido almas y enterrado religiones. Todo por la hermosura de un cuerpo que a fin de cuentas se fue al carajo cuando llegó el momento de envejecer.
El demonio se sabe invisible. La belleza no se encuentra en cualquier parte; no la que es vista por cualquiera. La realmente poderosa. Ahora se viste de mediocridad. De una cara cualquiera; de un cuerpo indefinido. Es un ser que pasa desapercibido; del que no se cuentan anécdotas en las oficinas. Es el sabor de la invisibilidad cuando no se tiene lo que la vanidad crea. El demonio no es nadie. Por ahora.
La puerta se abre y el demonio entra al elevador. Trabaja para entretenerse. En las oficinas municipales reglamentando el uso de parques y jardines. No ha cambiado de trabajo desde que se encontró al cuerpo. Tan fácil poseer a alguien, cuyo único deseo es ser adherido. La mujer no hizo nada para ahuyentarlo. Se dejó tomar y hasta gimió de placer. No es aburrimiento, sino el terror al rechazo. El demonio sabe que siempre se quiere ser una perla y no un grano de arena en el fondo del mar. Nada más sugestivo y anhelado que ser amado por todos y todo. Si lo sabe él, que lo quiso todo y lo perdió todo en el intento.
Ahora ronda la oficina del jefe. Le gusta. Quisiera hacerle el amor en alguno de los baños de la oficina siempre tan arreglados, superficiales e inmaculados; inodoros y resbalosos los pisos, llenos de historias de pasiones furtivas y sin amor. El demonio ha tratado las estrategias más populares. Algunas infalibles antes. Nada. El jefe no la ve. No la siente. No la huele.
El demonio no tiene miedo de ser rechazado, pero sí de ser descubierto.
Regresa al departamento oscuro y se sienta en el sofá sin prender la luz. Qué tristeza provoca ser tan invisible que ni siquiera la oscuridad se llena con su presencia. Y qué tristeza la que siente el demonio, de ser invisible en un mundo donde de por sí ya no existe la humanidad de la cortesía, en la que alguna vez se saludaba hasta al más feo.
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