Bostezar ayuda a destapar los oídos... también mascar chicle o taparse la nariz y soplar con la boca cerrada. Pero, ¿cómo destapar oídos que tienen coágulos de sangre? Todavía estaba demasiado aturdida por el golpe como para pensar. Sentía el calor tremendo en la mejilla y la quijada le crujía sin querer cuando trataba de murmurar algo sin sentido.
Gustavo la miraba aún desde la esquina. Fascinado, se podría decir. Embelesado tal vez en su propio poder. Mireya se sostuvo de la estufa y se fue levantando despacito. ¿Por qué le temblaban tanto las piernas? Aún no encontraba la respuesta en su cabeza de lo que había podido haber hecho para provocar el golpe. Y fue cuando levantó la mano para retirar el mechón sanguinoliento de pelo de la cara, cuando se dio cuenta de que al caer, se le había abierto la blusa y que su seno blanco y suave, le colgaba por encima de la tela, impúdicamente mostrando su resplandor en la luz de la cocina. Gustavo la miraba con otros ojos ahora.
"Así me gustas. Cuando te encueras y no dices nada. Así quédate un rato hasta que yo te diga. Luego te limpias. Ahora no me molestes y no vayas a llorar. Te prohíbo que llores. Acuérdate que tú me provocas. Me desesperas, pues. Me encabrona que te tenga que decir todo tantas veces."
"Ya mátame, Gustavo." Pudo enunciar con el más bajo volumen Mireya desde su semidesnudez. "Prefiero a que me mates, a que me dejes sorda. Si es por éso que no te escucho."
"No me rezongues, pues, pinche vieja malagradecida. Ya te dije que no sirves para nada. Ni siquiera para entender las cosas más simples."
"Ya te dije que me las escribas en un papel, Gustavo. Así te lo juro que no se me olvida lo que me dices."
"Yo no estoy aquí para hacerte favores, pendeja. Así que a ver cómo le haces para cambiar. Ni te voy a matar, ni te voy a dejar papelitos. Te vas a educar. Si hasta los perros entienden más que tú."
Gustavo salió de la cocina y la dejó con su seno al aire, la sangre coagulada en los oídos y sin una lágrima en los ojos.
Gustavo la miraba aún desde la esquina. Fascinado, se podría decir. Embelesado tal vez en su propio poder. Mireya se sostuvo de la estufa y se fue levantando despacito. ¿Por qué le temblaban tanto las piernas? Aún no encontraba la respuesta en su cabeza de lo que había podido haber hecho para provocar el golpe. Y fue cuando levantó la mano para retirar el mechón sanguinoliento de pelo de la cara, cuando se dio cuenta de que al caer, se le había abierto la blusa y que su seno blanco y suave, le colgaba por encima de la tela, impúdicamente mostrando su resplandor en la luz de la cocina. Gustavo la miraba con otros ojos ahora.
"Así me gustas. Cuando te encueras y no dices nada. Así quédate un rato hasta que yo te diga. Luego te limpias. Ahora no me molestes y no vayas a llorar. Te prohíbo que llores. Acuérdate que tú me provocas. Me desesperas, pues. Me encabrona que te tenga que decir todo tantas veces."
"Ya mátame, Gustavo." Pudo enunciar con el más bajo volumen Mireya desde su semidesnudez. "Prefiero a que me mates, a que me dejes sorda. Si es por éso que no te escucho."
"No me rezongues, pues, pinche vieja malagradecida. Ya te dije que no sirves para nada. Ni siquiera para entender las cosas más simples."
"Ya te dije que me las escribas en un papel, Gustavo. Así te lo juro que no se me olvida lo que me dices."
"Yo no estoy aquí para hacerte favores, pendeja. Así que a ver cómo le haces para cambiar. Ni te voy a matar, ni te voy a dejar papelitos. Te vas a educar. Si hasta los perros entienden más que tú."
Gustavo salió de la cocina y la dejó con su seno al aire, la sangre coagulada en los oídos y sin una lágrima en los ojos.
Mireya suspiró cansada, se levantó tranquila y mientras se guardaba el seno, pensaba en toda la música que dejaría de escuchar después de aquella mañana. Y así comenzó a elaborar una serie de recuerdos, todos relacionados entre sí y con la música de fondo de su infancia. Para no quedarse tan sólo con su silencio. Y se puso a lavar los platos, tratando de adivinar las órdenes que le había dado Gustavo. Ni idea, carajo... Pero tenía que traer las tortillas, así que se lavó la cara; se arregló el pelo y salió de la vecindad sin decir palabra. Los vecinos ya no preguntaban nada... nada más la veían salir con sus moretones y su nariz chueca de las tantas rupturas y la dejaban pasar con lástima. Mireya ya no hablaba con los demás. No tenía caso explicarles.
Así iba Mireya, explicándose ella misma los rencores y vicios de su marido, cuando cruzó la calle y no vio el minibús que daba vuelta; ni escuchó el rechinar de los frenos, ni el cláxon, ni los gritos de la gente. Tan perdida estaba en controlar la angustia y descrifrar el miedo, que no vino venir la muerte. El minibús la aventó cerca de una cuadra. Su cuerpo roto y desmembrado fue a dar contra el puesto de revistas. En una ironía de la vida, su sangre salpicó todas las novelitas sentimentales del puesto - aquellas tituladas "En manos de un abusivo" o "Atada al enemigo". Mireya no escuchó ni al minibús, ni el golpe, ni siquiera el quiebre de sus huesos. Sólo escuchó su canción, tarará tarará, tarará..."golpe a golpe, verso a verso" tarará...
Así iba Mireya, explicándose ella misma los rencores y vicios de su marido, cuando cruzó la calle y no vio el minibús que daba vuelta; ni escuchó el rechinar de los frenos, ni el cláxon, ni los gritos de la gente. Tan perdida estaba en controlar la angustia y descrifrar el miedo, que no vino venir la muerte. El minibús la aventó cerca de una cuadra. Su cuerpo roto y desmembrado fue a dar contra el puesto de revistas. En una ironía de la vida, su sangre salpicó todas las novelitas sentimentales del puesto - aquellas tituladas "En manos de un abusivo" o "Atada al enemigo". Mireya no escuchó ni al minibús, ni el golpe, ni siquiera el quiebre de sus huesos. Sólo escuchó su canción, tarará tarará, tarará..."golpe a golpe, verso a verso" tarará...
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