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Las vírgenes

Pasadas la horas, ya no se oían ni murmullos. La fiesta podía darse por terminada. Los borrachos se repartían por el piso sin hacer escándalo alguno y las vírgenes se habían retirado mucho antes a sus respectivos cuartos. Las otras medio vírgenes se habían agasajado con la última cumbia y las que ya de plano ni en la virginidad creían, estaban arrumbadas en las esquinas con los hombres desengañados.

Los novios, metidos en un cuartito a tres cuadras del salón, todavía se besaban, se abrazaban, se decían ternuras por aquí y por allá. El suegro de él no conseguía dormir pensando en su angelito, haciendo quién sabe qué cosas con el marido (como si él nunca hubiera cogido alguna vez) y la suegra de ella no conciliaba el sueño, pensando en que a partir de ese día su querubín ya no tendría qué comer.

Entre tanto enfermo de insomnio, el silencio parecía hasta extraño. El temblor había dejado a todos exhaustos. No había pasado a mayores, fue un temblorcito, pero nadie había dejado de hablar de ello durante horas enteras. Al fin y al cabo, en el pueblo más lejano de las tierras del Señor, un temblor era un acontecimiento de fuerza mayor, vaya, un día festivo.

Al amanecer, las mujeres (las vírgenes) se pondrían a lavar la losa sucia, a fregar los pisos, a mandar a los borrachos a sus casas o a la cantina a curarse la cruda con un mezcalito. Los hombres regresarían a su casas con sus mujercitas (las que fueron vírgenes alguna vez), habiendo dejado a otras (que ya ni se acordaban de haber sido vírgenes alguna vez) y les contarían que la fiesta, después de que se fueron, no estuvo ni muy, muy, ni tan, tan. Y las medio vírgenes se estarían curando la calentura, masturbándose antes de ir a la misa del mediodía.

En un domingo en el pueblo, es la obligación de todo ciudadano (o pueblerino) respetable, ir a misa a las doce. Uno tiene que sacar sus mejores trapitos y su mejor decencia para presumirlos después en la plaza.

Así corría el itinerario normal en San Martín, cuando apareció el forastero. Era un hombre alto, delgado, de facciones recias; vestido todo de negro y con la barba relamida, de sombrero y bastón.

No hace falta decir que corrió el chisme de su llegada más rápido que la pólvora en el día de San Juan: Las vírgenes se hacían ilusiones de cambiar de título, las medio vírgenes de curarse la calentura bien de una buena vez y las restantes ( que eran casi todas) de aprender a coger en otro idioma.

El forastero se hospedaba en el único hotelillo del pueblo. Nadie había hablado con él más que tres palabras. El recepcionista le había pedido su nombre, el tendero lo escuchó decir “tres panes, por favor”, la tortillera le vendió un kilo de tortillas y el vocero del periódico regional le inventó tres cuentos a lo que el forastero le preguntó si no se sabía otros mejores.

Los novios se decidieron a invitarlo a comer, sobre todo porque querían iniciar su vida social como matrimonio respetable. Y el cura (el más chismoso de todos) se había invitado solo, para darle el visto bueno (o malo) al forastero.

Rolf Wagner resultó ser un profesor de Literatura invitado por la Universidad de Guadalajara. Llevaba cerca de dos semanas en México y necesitaba ver un poco de la región porque era un ferviente admirador de Juan Rulfo. Su español era bueno, aunque su pronunciación lo delataba demasiado rápido.

La tarde transcurrió como cualquier tarde. El Alemán, como lo empezaron a llamar, causó más sensación que cualquier feria o embarazo imprevisto. Todo el mundo lo saludaba con un ademán y nunca le faltaban las invitaciones a comer, a charlar. Lo único que se le criticaba al forastero es que nunca iba a misa. El más alarmado de todos era el Señor Cura, quien ni tardo ni perezoso empezó a prevenir a toda la gente de que por aquellos rumbos (Alemania) se había sembrado la mala semilla del protestantismo.

Una tarde calurosa, Rolf Wagner tocó a la puerta de la casa de los recién casados. El marido estaba en la farmacia, como siempre, y Matilde metida en la cocina, como siempre. Cuando lo vio, parado en el umbral, se sintió intimidada. El Alemán, como buen alemán, se disculpó por no haber anunciado con tiempo su visita y dijo haber pasado por ahí nada más para saludar a los atentos anfitriones.

Se sentaron en la sala frente a un café de olla. Wagner, con su atuendo funesto y su seria palabrería no dejaba de mirarla y por si fuera poco, varias veces intentó tocar su mano cuando Matilde le acercaba el azúcar o le servía más café.

En el rostro de Matilde empezaba a formarse una máscara carmín a media luz…La verdad era que nunca había estado a solas con un hombre, además de su marido, mucho menos con un extraño. Titubeó varias veces, pero a fin de cuentas terminó revolcándose con él en el piso de la sala. Matilde gemía y gemía, medio escandalizada por la furia del acto, pero embelesada por los ich begehre diches del Alemán. Al terminar, sin decirse una palabra, se vistieron y Wagner salió de la casa sin dejar rastro alguno. Por la noche, la dulce esposa recibió a su marido con ganas de más, cosa que no sorprendió a Eusebio, pues así es durante las primeras semanas entre los recién casados.

Aunque todo el mundo se sorprendió de la repentina partida del Alemán, nadie sospechaba el motivo, ni siquiera cuando nueve meses después Matilde dio a luz a una niña de ojos azules, quien fue atribuida a los genes de una tatarabuela de Eusebio, que en paz descanse.

Matilde nunca contó su secreto a nadie, ni siquiera a su hija a la hora de morir. Sólo expiró, pensando en silencio en la sabrosa cogida que le había puesto el Alemán aquella tarde.

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