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Jerónima

El reloj marca las seis de la tarde. El sol se oculta en el horizonte como un lamento en una garganta que ya no sabe procesar la voz. Un calor de ésos típicos de los veranos lluviosos se respira en el jacal oscuro y frío – de lodo y piedras. Algunos de los murmullos de la noche se pierden en el viento. Entre esos susurros se puede percibir la respiración agitada de una anciana, que mira por la ventana, mientras borda un pañuelo en su silla de mecate.

Las carretas se escuchan desde el otro lado de la puerta y el relinchar de los caballos la adormecen, como si fuera una canción de cuna. Mira con tristeza el correr de la lluvia en el vidrio y suspira, sintiendo al mismo tiempo la nostalgia y el vacío, dentro de las entrañas.
Los frijoles han comenzado a hervir en la hornilla. Es hora de ponerles sal. Deja la costura y se dirige pesadamente a la cocina callada, serena; sin dejar de mirar hacia la puerta…con el anhelo a carne viva de escuchar el murmullo de su voz. Echa la sal con cautela, a puños, convencida de que están listos. Inquieta, toma una bolita de masa y la observa, la acaricia, luego la golpea y la sacude temblorosa y cansada y la deja rebotar sobre el comal ardiente – que la quema, la hace chillar. Ella vuelve a mirar por la ventana, mientras termina de moler el café recién tostado; y aún sigue mirando por ella cuando se dirige a la olla de barro y vacía el café en el agua con canela que expira ya los últimos vapores de toda la miseria de la tarde.

La mesa está puesta: dos platitos de peltre, la cuchara azul, los vasos adornados con florecillas blancas, el queso recién hecho, el canasto de mimbre y las servilletas bordadas para las tortillas. El ramo de margaritas en el centro… y ella. Ella sentada en su silla de siempre, con su rebozo limpio y aquellos zapatos que nunca besaron piedras en los caminos; con el corazón en la olla de frijoles, hirviendo de incertidumbre y ansiedad.

El reloj marca las ocho y ella se retira a su cuartito. Se sienta en el catre y saca del baúl una sábana limpia, bordada por ella misma. Y acomoda la almohada, tiende la cama y la contempla, añorando. Recuerda a su hijo. Sonríe y se calla. Lo recuerda a Él, ahí, junto a ella. Recuerda su pecho desnudo, su boca alguna vez anhelante, sus manos callosas por la leña… lo recuerda…Dios sabe cómo lo recuerda… y se toca los labios, tan secos, por falta de uso y por tantas veces que se le ha olvidado que ella también necesita agua para vivir. Y resiente su cuerpo, envejecido de espera, de desesperación.

Entonces lo espera, como cada noche, como cada tarde, como cada mañana. Pero él no se aparece por esa puerta, llena de arañas. Sólo regresa su abandono y su silencio, y con ellos su tristeza. Desde su rincón moribundo, con el hedor a puercos filtrándose por la ventana al patio, Jerónima por fin encuentra el sueño cuando se convence de que a lo mejor se le antoja volverse mañana, pos no puede irse ancina nomás! Por si acaso vuelves, yo te espero Chuy. Porque cuarenta años no apagan la hoguera Chuy, en cuarenta años de abandono, nomás no se olvida uno de sus amores, Chuy: quién te dijo lo contrario?

Siente en frío de su ausencia pesarle sobre el recuerdo como un lastre. La cama sigue vacía como otras tantas veces y no siente el roce de las sábanas lavadas y planchadas que le gritan que contenga el llanto y duerma. Pero Jerónima llora, como cada noche… y él? Él que no regresa.

Así son los días en el pueblo, cuarenta años de amor a gritos. Mientras Jerónima espera, sabiendo que él no volverá nunca… la gente habla. Por’ai andan diciendo quel marido de la Jerónima se jue pa otro pueblo y ya hasta tiene mujer y tres chilpayates y que dizque hasta nietos. Ya no tiene caso Jerónima, ya no va a volver. Y al fin de cuentas, la gente no perdona, no comprende un amor tan ciego. Y las miradas la condenan. Se burlan de ella mientras anda con su canasta por el mercado, con sus dientes caídos y su cuerpo reducido. La loca, la Jerónima, ese fantasma de pueblo que confía en que el Sagrado Corazón de Jesús le devuelva a su Chuyito. Pero a Jerónima qué puede importarle lo que ande hablando la gente; si Jerónima lo quiere tanto, si lo esperará para siempre, si… si él no vuelve.
Y retorna de los recuerdos al bordado e intenta olvidarlo, pero no puede.

Alguna tarde cae silenciosa sobre el jacal sudado otra vez del calor veraniego – el verano que viene y va. Repiten a lo lejos los guamúchiles el canto melancólico de la tristeza ajena, mientras el sol se oculta en un horizonte incierto, de los que esconde la sierra por miedo a perderlos.

Jerónima no puede moverse. Los años han acabado con ella. Tiene miedo de la oscuridad que se le mete por las ventanas y llora en silencio cuando oye aullar al viento. La noche se acerca, su noche. Desde su cama, mira con lágrimas en los ojos las estrellas en el firmamento que comienzan a aparecer, que parecen escapar de sus propias pupilas para iluminar la negra inmensidad. Intenta llorar, pero ya ni eso puede. La muerte se va metiendo por la puerta disfrazada de oscuridad. Y ella abre los ojos pero no consigue distinguir nada, la luz de las velas se extinguió hace dos días.

Así moría Jerónima, cuando se abre la puerta del jacal.. Las maderas rechinan furiosas y una sombra se invita al olor a frijoles hirviendo en la esquina. Los guamúchiles callan. La luna se apaga.

Que ya volví, Jerónima. Que traigo un hambre de los mil demonios, que por qué no te levantas, que si a poco ya te hicistes güevona desde que me jui? Pero es que no te acuerdas de mi, chata?

Jerónima no responde, está mirando el techo. El hombre enciende una vela y se la acerca al rostro. Jerónima lo mira entre cataratas y ceguera senil. El olor a frijoles quemado se empieza a filtrar por sus poros y no se inmuta. Sé quién eres, pero no me acuerdo de ti. Qué zonzadas dices, mujer! Pos si soy tu marido, si ya estoy por acá otra vez. Pero si Chuy no se ha ido nunca, oiga. No me quiera hacer taruga…estoy estirando la pata pero no dejo de darme cuenta de que usté me quiere bromear. Déjeme morirme en paz, pa acompañar a mi Chuy en el cielo, se ha de sentir muy solo… No te entiendo, Jerónima: mírame, no me he muerto, aquí estoy, pues mujer. Jerónima hace un esfuerzo y desliza su mano por el rostro arrugado del hombre que se postra ante ella. Toca su pelo, sus ojos. Lo conoce, lo huele, lo reconoce. Palpa sus manos y las besa. Pero no lo recuerda. Vete, ya desde ancina te me olvidaste, ya no te recuerdo. Y es que ya me urge morirme, pa poder estar cerca de mi marido. Y así su corazón empieza a pagarse… así como se le hubieran ido apagando los recuerdos. Y ahí también está la oscuridad, que se traga a Jerónima en bocados lentos y se la lleva. Y Él no lo nota. Se va de inmediato, atolondrado. Sin apagar la vela, sin apagar los frijoles que seguramente se queman sobre la hornilla. De olvido, nomás de puro olvido.

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